HARRY POTTER

Todas las semanas estoy pendiente de leer la última entrada escrita por Urbizu en su blog Los libros y los días. Me gusta el modo que tiene de enfocar la literatura, la criba de títulos, la explicación de los pareceres y el mismo modo de expresarse, que aun con ínfulas literarias no es pretencioso ni artificial. Consigue Urbizu abrir camino para neófitos como el que ahora escribe, a la vez que, sin otorgarle patente exclusiva, se ejercita a mi modo de ver como faro en la espesa niebla de la novedad editorial. Esto es, en fin, que leo con gusto todo lo que escribe y, en leyéndolo, me complazco en haber aprovechado los escasos minutos que me lleva.

Sin embargo, disiento de su último comentario, panegírico de la postrera entrega de Harry Poter (Harry Potter y las reliquias de la muerte (una perspectiva)), quizá porque abusa del tópico, quizá porque diverjo de fondo con el menester e importancia que se le ha otorgado a la obra de J. K. Rowling. Ensalza Urbizu la encomiable tarea imaginativa de toda la saga, maravillándose de que tal derroche “requiere de un aprendizaje y de una pedagogía” que, a su juicio, conducen a “algo mejor”. No es por restar mérito ni desdeñar el trabajo de esta inglesa, pero para un mejor entendimiento de mi crítica, lo confrontaré con otras dos sagas de sendos compatriotas suyos: El Señor de los Anillos de Tolkien y Las crónicas de Narnia de Lewis. La diferencia fundamental está en el planteamiento antropológico, pues mientras estas dos últimas están evidentemente abiertas a la trascendencia, la de Rowling se agota en la recreación de su mundo, en las aventuras y desgracias del joven Potter, epicentro de toda la trama, medida del bien y del mal, y acaparador de un pobre mesianismo reparador. Un fondo demasiado estrecho para tantas lisonjas.

Cuestión más discutible es la referente al “impulso tremendo para la lectura” que ha supuesto la saga potteriana. Aquí el tiempo dirá, pero por ahora me inclino más a pensar como una librera que comentaba este fin de semana que el fenómeno editorial inglés no es más que pasajero, hijo de la moda y deudor de lo efímero. Veremos.

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